viernes, 13 de mayo de 2016

El contrato de trabajo soviético



Insistiremos sobre todo en el hecho de la realización soviética del contrato de trabajo, que resulta ser realmente contradictorio en su misma esencia.

Por una parte, se afirma que los «trabajadores» son poseedores de toda la economía del Estado y de las empresas, es decir, que no puede haber lugar, en un Estado tal, para un «contrato de trabajo». Y, por otra parte, resulta que un contrato de trabajo es firmado por los «organismos sindicales» para cada profesión. No obstante, el sindicato, organismo del Estado, concluye un contrato con el mismo Estado. Para contratar, sin embargo, es necesario que haya por lo menos dos cuyos intereses sean diferentes o puedan serlo, ya que el mismo objetivo del contrato es enunciar y fijar los derechos y prerrogativas de cada uno de los contratantes.

Es difícil concebir a un jefe de empresa concluir con sí mismo un contrato de trabajo y, en caso de una empresa colectiva —tal es el caso, concretamente, de las empresas cooperativas— está establecido, a lo sumo, un contrato de asociación, un reglamento interior de reparto de los beneficios de la empresa, pero la noción misma de contrato de trabajo tiende a desaparecer.

En un Estado realmente socialista, es decir, un Estado en el que los obreros participarían realmente en la administración de la empresa, serían realmente llamados a recibir su parte de los beneficios de la explotación; en todo caso no habría más que un acuerdo de reparto de los beneficios netos y de las leyes y reglamentos previendo qué parte de la plusvalía debe destinarse a la amortización o a la modernización del material.

¿Qué encontramos, en lugar de esto, en el Estado soviético? Un contrato colectivo de trabajo concluido entre las organizaciones económicas del Estado, por una parte, y las organizaciones sindicales por otra. Se puede entender de dos maneras esta supervivencia del contrato colectivo.

En primer lugar, puede ser la admisión de la existencia de una antagonismo de clases en lo que, pomposamente, se llamaba «el Estado sin clases»; los sindicatos obreros tratando con la burocracia del Estado y oponiéndose a ella.

No obstante, el hecho de que el mismo sindicato haya llegado a ser un organismo de Estado disminuye la verosimilitud de esa interpretación. En 1933, el Comisariado del Pueblo para el Trabajo se fusionaba con la Unión Central de los Sindicatos de la U.R.S.S.. Los marxistas patentados os dirán, en voz baja, que es un «camuflaje democrático-liberal» de la dictadura proletaria al uso del mundo capitalista exterior. El mismo hecho de que los dirigentes del mundo capitalista no sean tan cándidos hasta el punto de no descubrir un artificio tan grosero anula este argumento.

El camuflaje —y es la única manera de comprender las cosas— tiene solamente un valor propagandístico al uso del pueblo ruso. Se trata de hacerle creer que puede todavía discutir democráticamente sus condiciones de vida y de trabajo y que está representado por sus sindicatos. Como los que podrían demostrarle lo contrario son sistemáticamente deportados o depurados, el argumento puede todavía aceptarse bastante a menudo. Pero esto demuestra, sin embargo, que existe una oposición de intereses entre el Estado y la clase obrera y que este antagonismo es reconocido por la clase en una proporción suficiente para desear agruparse y defenderse.

Para el obrero, la resistencia es tanto más desigual cuanto que el monopolio del trabajo y no solamente ese monopolio, sino el monopolio de todos los medios de existencia está en manos de la burocracia del Estado. En el régimen capitalista-liberal, el trabajador posee con toda seguridad, el derecho absoluto de abandonar su trabajo en los límites previstos por el contrato de trabajo, es decir, dando un preaviso que puede ir de una hora a un mes según los casos. Nosotros ya conocemos la imposibilidad, para el obrero soviético, de hacer lo mismo, ya que la ausencia «sin motivo» de una jornada de trabajo puede conllevar un encarcelamiento de dos semanas a seis meses. De todas maneras, igualmente, habiendo abandonado su trabajo, le es imposible encontrar pronto otro patrón, sino en la misma ciudad, por lo menos en una ciudad vecina. Sólo su más o menos elevada cualificación hará más o menos difícil su nuevo empleo.

Al ser la burocracia soviética el único patrón en todo el Estado, el asalariado que abandone su empleo deberá, en todos los casos, justificar los motivos que le inducen a cambiar. En tal caso, se le denegará otro empleo, y con ello, de acuerdo con la ley1 que castiga con la pena de cárcel a un director de empresa que vuelve a admitir a un trabajador que haya abandonado la empresa sin autorización.

Por otra parte, el precio del trabajo es necesariamente fijado por la burocracia anónima, sin discusión posible, ya que el sindicato, «representante de los trabajadores» es, él mismo, un organismo de un Estado «representante de los trabajadores». Éstos, no pudiéndose oponer a su Estado sin ser unos contrarrevolucionarios, no tienen más que aceptar, sin más, las decisiones adoptadas. Toda discusión u oposición es, por ello, imposible.

Así, la fijación de los precios del trabajo está de tal modo monopolizado que en ningún momento de la explotación capitalista los trabajadores pudieron sufrir una tal dictadura.

Por René Binet

Extraído por SDUI de: Socialismo nacional contra marxismo

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