lunes, 31 de octubre de 2016

Las bases del capitalismo: sociedad anónima, salariado, plusvalía e interés


Por Jorge Garrido San Román

  El capitalismo es el modelo económico final del pensamiento moderno que se formó a raíz del liberalismo económico, y dicho modelo se sustenta básicamente en la propiedad capitalista —gracias fundamentalmente a la sociedad anónima—, el trabajo mediante el sistema del salariado, la asignación de la plusvalía al capital y el incentivo del interés.

1.— Sociedad anónima (S.A.)

  El progresivo triunfo del maquinismo supuso la aparición de nuevas formas de propiedad. Las especiales características de la sociedad anónima la convirtieron en el medio ideal para la creación de las grandes empresas; con ella, el hombre ya no es propietario; ahora la propiedad es una abstracción representada por trozos de papel —acciones—, algo impersonal, sin rostros ni sentimientos.

  Sin embargo, el desarrollo de la sociedad anónima ha servido también para establecer de forma cada vez más clara la separación entre los socios capitalistas —propietarios de las acciones— y los empresarios —directivos, hombres de empresa contratados para gestionar y dirigir la labor empresarial—. Este es uno de los fenómenos más significativos del capitalismo moderno y confirma nuestras ideas acerca de la armonización de empresarios, técnicos y obreros, siendo todos ellos trabajadores en un mismo plano frente a los parásitos capitalistas —lo que no significa que no sea imprescindible el capital, sino sólo que éste debe ser suministrado de forma alternativa para poder cumplir su función social—.

2.— Salariado

  El sistema de salariado es, junto al interés y el modelo de empresa, la base del sistema capitalista, si bien se trata del último elemento que cronológicamente se generalizó —recordemos que no es hasta 1807 cuando es abolida la esclavitud en el Reino Unido, momento a partir del cual sólo es posible producir con mano de obra asalariada—.

  El salario es el precio del trabajo. El trabajo se compra y se vende a un precio determinado. No es el fruto del trabajo lo que se vende, sino el trabajo en sí mismo, ya que se considera que el fruto del trabajo nunca forma parte del patrimonio del trabajador al haber comprado el capitalista su trabajo a priori. La cruel expresión mercado de trabajo no hace sino reflejar la imperante idea del trabajador como un elemento más de la producción, como un factor productivo que se compra y se vende.

  El sistema de salariado es inmoral, pues el trabajador se vende a sí mismo, lo que atenta gravemente contra la dignidad humana; disolvente, ya que establece una relación bilateral de trabajo que divide a la sociedad en dos grupos: el de los que venden su trabajo y el de los que lo compran; y antieconómico, porque el asalariado se siente completamente desligado de la función que realiza, del fruto de su trabajo —lo que los marxistas llaman alienación—.


3.— Plusvalía

  La plusvalía es la diferencia de valor entre el producto manufacturado y lo que costó su fabricación —materias primas, energía, salarios, etc.—. Es, en definitiva, el valor añadido que crea el trabajador, y en el actual sistema dicha plusvalía queda en manos del capitalista.

  Para los nacionalsindicalistas la plusvalía es fruto de la producción, y por lo tanto no es creación del capital, sino del trabajo. El capital por sí mismo no genera plusvalías. Necesita la intervención del trabajador para tener un valor añadido y por éso es él su legítimo propietario.

  Sin embargo, no sería correcto afirmar que el nacionalsindicalismo pretenda que esa plusvalía se abone directamente al trabajador. José Antonio precisó muy acertadamente que «la plusvalía de la producción debe atribuirse no al capital, sino al Sindicato Nacional productor». Así, la plusvalía será administrada en beneficio directo de los trabajadores a través de su Sindicato, pudiendo ser empleado para labores de capitalización, financiación, obras sociales, etc. Nunca suponiendo su reparto directo.

4.— Interés

  El hombre, olvidando el origen y la finalidad del dinero, pronto encontró en él otra manera de vivir sin trabajar: prestar al que no tiene. Así nació la dictadura del dinero, es decir, el capitalismo financiero, anónimo y explotador. Claro que en realidad nadie vive sin trabajar, ya que quien vive de tal manera, lo que en realidad hace es vivir del trabajo de los demás. 

  De poco sirvió la ofensiva que desde la Antigüedad se emprendió contra lo que se denominó usura. Aristóteles, Platón, Cicerón, Catón, Plutarco o Séneca fueron algunos de los ilustres pensadores clásicos que la condenaron sin paliativos, lo mismo que todas las grandes religiones.

  Es el protestantismo, que ya hemos señalado como germen del pensamiento moderno, quien rehabilita el interés, y muy en concreto Calvino, quien en su importante obra Institución de la religión cristiana (1536) consideraba que la moralidad de la exigencia de intereses dependía de las circunstancias de cada caso concreto y de cada época. Con ella abrió una puerta que ya no ha podido ser cerrada, y ello hasta el punto de que el interés es la base de los sistemas monetarios capitalistas.


  Ciertamente, el interés es el fundamento del actual sistema monetario, pero al mismo tiempo también es su mayor problema, ya que obliga a un crecimiento monetario —y con ello también del sistema productivo— de tipo exponencial. En efecto, el interés compuesto hace que el dinero se duplique a intervalos regulares: a un 1%, se duplica en 72 años; a un 3%, en 24 años; a un 6%, en 12 años; a un 12%, en 6 años, etc. Y ello hace matemáticamente imposible el pago continuado de intereses.

  ¿Cómo se soluciona esta evidente contradicción? Recurriendo a la injusticia social, a la expoliación de los países subdesarrollados; la sobreexplotación de la naturaleza; las crisis más o menos periódicas que sirven para reconducir una situación insostenible; las guerras, que suponen negocios por un lado y, por otro, destrucción para volver a empezar —no olvidemos que las grandes guerras mundiales han obedecido a la necesidad de salir de las crisis capitalistas, lo cual debe servir de advertencia respecto de la próxima guerra mundial que se puede estar gestando y que explicaría la extraña política que se está llevando en Oriente Medio [...]—, etc.

  Para acabar con todos estos problemas es necesario, pues instaurar un nuevo sistema monetario libre de la servidumbre del interés pero que tenga otro mecanismo eficaz para garantizar la circulación monetaria y, al mismo tiempo, facilitar el intercambio de bienes y servicios, el ahorro y el préstamo —estableciendo una tasa de uso o circulación, por ejemplo—.


Extraído por SDUI del prólogo a: “Central Obrera Nacional-Sindicalista: textos de y sobre los primeros sindicatos falangistas (1934—1937)”

miércoles, 12 de octubre de 2016

La nación exploradora


Por Charles Fletcher Lummis


  Es ya un hecho reconocido por la historia que los piratas escandinavos habían descubierto y hecho algunas expediciones a la América del Norte mucho antes de que pusiera su planta en ella Cristóbal Colón. El historiador que hoy considere aquel descubrimiento de los escandinavos como un mito, o como algo incierto, demuestra no haber leído nunca las Sagas. Vinieron aquellos hombres del Norte, y hasta acamparon en el Nuevo Mundo antes del año mil; pero no hicieron más que acampar; no construyeron pueblos, y realmente nada añadieron a los conocimientos del mundo; nada hicieron para merecer el título de exploradores.

 El honor de dar América al mundo pertenece a España; no solamente el honor del Descubrimiento, sino el de una exploración que duró varios siglos y que ninguna otra nación ha igualado en región alguna. Es una historia que fascina, y, sin embargo, nuestros historiadores no le han hecho hasta ahora sino escasa justicia. La historia fundada sobre principios verdaderos era una ciencia desconocida hasta hace cosa de un siglo; y la opinión pública fue ofuscada durante mucho tiempo por los estrechos juicios y falsas deducciones de historiadores que sólo estudian en los libros. Algunos de estos hombres han sido no tan sólo escritores íntegros, sino también auténticos; pero sus misma popularidad ha servido para difundir más sus errores. Su época ha pasado, y principia a brillar una nueva luz. Ningún hombre prestigioso se atrevería ya a citar a Prescott o a Irving o a ningún otro de sus secuaces, como autoridades de la historia; hoy sólo se les considera como brillantes noveladores y nada más.

  Es menester que alguien haga tan populares las verdades de la historia de América como lo han sido las fábulas. […]. Este libro no es una historia; es sencillamente un hito que marca el verdadero punto de vista, la idea amplia, y tomándolo como punto de partida, los que tengan interés en ello podrán con más seguridad llevar adelante la investigación de los detalles, mientras que aquellos que no puedan proseguir sus estudios, poseerán siquiera un conocimiento general del capítulo más romántico y más repleto de valientes proezas que contiene la historia de América.

  No se nos ha enseñado a apreciar los asombroso que ha sido que una nación merecieres una parte tan grande del honor de descubrir América; y sin embargo, cuando lo estudiamos a fondo, es en extremo sorprendente. Había un Viejo Mundo grande y civilizado: de repente se halló un Nuevo Mundo, el más importante y pasmoso descubrimiento que registran los anales de la Humanidad. Era lógico suponer que la magnitud de ese acontecimiento conmovería por igual la inteligencia de todas las naciones civilizadas, y que todas ellas se lanzarían con el mismo empeño a sacar provecho de lo mucho que entrañaba ese descubrimiento en beneficio del género humano. Pero en realidad no fue así. Hablando en general, el espíritu de empresa de toda Europa se concentró en una nación, que no era por cierto la más rica o la más fuerte.

  A una nación le cupo en realidad la gloria de descubrir y explorar la América, de cambiar las nociones geográficas del mundo y de acaparar los conocimientos y los negocios por espacio de siglo y medio. Y esa nación fue España.

  Un genovés, es cierto, fue el descubridor de América; pero vino en calidad de español; vino de España por obra de la fe y del dinero de los españoles; en buques españoles y con marineros españoles, y de las tierras descubiertas tomó posesión en nombre de España. Imaginad qué reino tendrían entonces Fernando e Isabel, además de su pequeño jardín de Europa: medio mundo desconocido en el cual viven hoy una veintena de naciones civilizadas, y en cuya inmensa superficie, la más nueva y la más grande de las naciones no es sino un pedazo. ¡Qué vértigo se hubiera apoderado de Colón si hubiese podido entrever la inconcebible planta cuyas semillas, por nadie adivinadas, tenía en sus manos aquella hermosa mañana de octubre de 1492!

  También fue España la que envió un florentino de nacimiento, a quien un impresor alemán hizo padrino de medio mundo, que no tenemos seguridad que él conociese; pero estamos seguros de que no debería llevar su nombre. Llamar América a ese continente en honor de Américo Vespucio fue una injusticia, hija de la ignorancia, que ahora nos parece ridícula; pero de todos modos, también fue España la que envió el varón cuyo nombre lleva el Nuevo Mundo.

  Poco más hizo Colón que descubrir la América, lo cual es ciertamente bastante gloria para un hombre. Pero en la valerosa nación que hizo posible el descubrimiento, no faltaron héroes que llevasen a cabo la labor que con él se iniciaba. Ocurrió ese hecho un siglo antes de que los anglosajones pareciesen despertar y darse cuenta de que realmente existía un nuevo mundo; durante ese siglo la flor de España realizó maravillosos hechos. Ella fue la única nación de Europa que no dormía. Sus exploradores, vestidos de malla, recorrieron Méjico y el Perú, se apoderaron de sus incalculables riquezas e hicieron de aquellos reinos partes integrantes de España. Cortés había conquistado y estaba colonizando un país salvaje doce veces más extenso que Inglaterra, muchos años antes de que la primera expedición de gente inglesa hubiese siquiera visto la costa donde iba a fundar colonias en el Nuevo Mundo, y Pizarro realizó aún más importantes obras.

  Ponce de León había tomado posesión en nombre de España de lo que es ahora uno de los Estados de nuestra República, una generación antes de que los sajones pisasen esa comarca. Aquel primer viandante por la América del Norte, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, había hecho a pie un recorrido incomparable a través del continente, desde la Florida al Golfo de California, medio antes de que los sajones sentasen la planta en nuestro país*. Jamestown, la primera población inglesa en la América del Norte, no se fundó hasta 1607, y ya por entonces estaban los españoles permanentemente establecidos en la Florida y Nuevo Méjico, y eran dueños de un vasto territorio más al Sur. Habían ya descubierto y casi colonizado la parte interior de América, desde el nordeste de Kansas hasta Buenos Aires, y desde el Atlántico hasta el Pacífico. La mitad de los Estados Unidos, todo Méjico, Yucatán, la América Central, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Perú, Chile, Nueva Granada y además un extenso territorio, pertenecía a España cuando Inglaterra adquirió unas cuantas hectáreas en la costa de América más próxima.

 No hay palabras con que expresar la enorme preponderancia de España sobre todas las demás naciones en la exploración del Nuevo Mundo. Españoles fueron los primeros que vieron y sondearon el mayor de los golfos; españoles los que descubrieron los dos ríos más caudalosos; españoles los que por vez primera vieron el océano Pacífico; españoles los primeros que supieron que había dos continentes en América; españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los que se abrieron camino hasta las interiores lejanas reconditeces de nuestro propio país y de las tierras que más al Sur se hallaban, y los que fundaron sus ciudades miles de millas tierra adentro, mucho antes de que el primer anglosajón desembarcase en nuestro suelo.

 Aquel temprano anhelo español de explorar era verdaderamente sobrehumano. ¡Pensar que un pobre teniente español con veinte soldados atravesó un inefable desierto y contempló la más grande maravilla natural de América o del mundo —el Gran Cañón del Colorado— nada menos que tres centurias antes de que lo viesen ojos sajones! Y lo mismo sucedía desde el Colorado hasta el Cabo de Hornos. El heroico intrépido y temerario Balboa realizó aquella terrible caminata a través del Itsmo, y descubrió el océano Pacífico y construyó en sus playas los primeros buques que se hicieron en América, y surcó con ellos aquel mar desconocido, y ¡había muerto más de medio siglo antes de que Drake y Hawkings pusieran en él sus ojos!

[…] Si en la costa oriental duró un siglo la guerra con los indios, tres siglos y medio pelearon en el sudoeste los españoles. En una colonia española (Bolivia) perecieron a manos de los naturales, en una carnicería, tantos como habitantes tenía la ciudad de Nueva York cuando empezó la guerra de la independencia. Si los indios del levante hubiesen dado muerte a veintidós mil colonos en una horrible matanza, como hicieron con los españoles los indios de Sorata […].

  Cuando sepa el lector que el mejor libro de texto inglés ni siquiera menciona el nombre del primer navegante que dio la vuelta al mundo —que fue un español—, ni del explorador que descubrió el Brasil —otro español—, ni del que descubrió California —español también—, ni los españoles que descubrieron y formaron colonias en lo que es ahora los Estados Unidos, y que se encuentran en dicho libro omisiones tan palmarias, y cien narraciones históricas tan falsas como inexcusables son las omisiones, comprenderá que ha llegado ya el tiempo de que hagamos más justicia de la que hicieron nuestros padres a un asunto que debiera ser del mayor interés para todos los verdaderos americanos.

  No solamente fueron los españoles los primeros conquistadores del Nuevo Mundo y sus primeros colonizadores, sino también sus primeros civilizadores. Ellos construyeron las primeras iglesias, escuelas y universidades; montaron las primeras imprentas y publicaron los primeros libros; escribieron los primeros diccionarios, historias y geografías, y trajeron los primeros misioneros; y antes de que en Nueva Inglaterra hubiese un verdadero periódico, ya ellos habían hecho un ensayo en Méjico ¡y en el siglo XVII!

  Una de las cosas más asombrosas de los exploradores españoles –casi tan notable como la misma exploración– es el espíritu humano y progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó sus instituciones. Algunas historias que han perdurado, pintan a esa heroica nación como cruel para los indios; pero la verdad es que la conducta de España en este particular debiera avergonzarnos. La legislación española referente a los indios de todas partes era incomparablemente más extensa, más comprensiva, más sistemática, y más humanitaria que la de Gran Bretaña, la de las colonias y la de los Estados Unidos todas juntas. Aquellos primeros maestros enseñaron la lengua española y la religión cristiana a mil indígenas por cada uno de los que nosotros aleccionamos en idioma y religión. Ha habido en América escuelas españolas para indios desde el año 1524. Allá por 1575 –casi un siglo antes de que hubiese una imprenta en la América inglesa– se habían impreso en la ciudad de Méjico muchos libros en doce diferentes dialectos indios, siendo así que en nuestra historia sólo podemos presentar la Biblia india de John Eliot; y tres universidades españolas tenían casi un siglo de existencia cuando se fundó Harvard. Sorprende por el número la proporción de hombres educados en colegios que había entre los exploradores; la inteligencia y el heroísmo corrían parejas en los comienzos de colonización del Nuevo Mundo.


* El autor, yanqui de nacimiento, se refiere aquí a su país, los Estados Unidos.

Extraído por SDUI de: Los exploradores españoles del s. XVI: vindicación de la acción colonizadora de España en América